El Hijo se abaja a sí mismo, se anonada, hasta hacerse hombre y tener un corazón de carne. En el corazón humano de Jesús, se encuentra la Divinidad en su totalidad. Este corazón nos habla sobre quién es Dios. Un corazón compasivo, paciente, manso, misericordioso, sereno, cercano, amigo, lento para enojarse y rápido para perdonar. Un corazón que espera porque ama sin fin. Basta detenernos un instante frente al corazón de Dios revelado en Jesús, para ver cómo somos amados: infinitamente. Ojalá podamos mirar su bondad, su paciencia, su mansedumbre... Sobre todo ahora que estamos en cuarentena, cuando puede que nuestro corazón tienda a irritarse más rápido, a tener respuestas impulsivas, a centrarse en un mismo, a olvidarnos que en las personas con las que vivimos también Dios habita…
El corazón de Jesús nos interpela, y siembra en nosotros el deseo de querer alcanzar un corazón semejante al suyo. Como nos dice San Pablo ojala podamos tener “los mismos sentimientos que Cristo Jesús” (Flp 2,5): amar como Él ama, mirar como Él mira, esperar como Él espera, atarnos la toalla a la cintura y agacharnos para lavar los pies como lo hizo y hace Él. Pidámosle a Jesús que la calidez del fuego que arde en su corazón sin consumirse, incendie por completo el nuestro. Que así podamos tocar las almas ajenas con el fuego de su corazón, que es la fuente de toda Santidad. Pidamos en la oración con confianza plena y verdadera a Dios, que es alfarero por excelencia, que moldee nuestro pobre corazón a semejanza del de Jesús. Que nuestro corazón y el de Jesús se unan en un mismo latir.
"Jesús es aquel que expresa con su vida ese amor de Dios por cada uno de nosotros"
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